Por Carlos UlanovskyEn un tiempo en que todo se hace a mil (y a e-mail) me permitiré el atrevimiento de preguntarme si tanta (o toda) rapidez debe ser cuantificada como signo de progreso. Estamos metidos en el tiempo implacable de la información al instante (urgente, cuantiosa, en ocasiones decididamente inútil), engrillados en prisiones de presiones, controlados por controles que ingenuamente suponemos que controlamos. Vivimos en guardia eterna, con pánico al mínimo retraso, espanto a cualquier filtración de tiempo, sometidos a una urgencia desvariada. Ahí andamos, definitivamente ganados (o perdidos) por la exigencia desmesurada, por la impaciencia precoz del vértigo laboral.
El desafío consiste en ser los más rápidos de los alrededores, y para eso hay que perpetrar la proeza de no dejar ni un minuto vacante.
Sé de mucha gente que ya no sale ni siquiera a almorzar con la excusa de que así no se expone a riesgos de robo, pero mientras come algo en su lugar de trabajo sella el compromiso de no alejarse del pico, de la pala, de la compu y del celular.
Dudo que sea yo la persona más autorizada para decir todas estas cosas, habida cuenta de que, para ser sinceros, estaría diciendo ni más ni menos que aquello que no hago en mi vida de todos los días.
Por eso me apoyaré en importantísimos intelectuales, habitantes de estepas primermundistas, como Milan Kundera, Sten Nadolni o Claudio Magris, que ya teorizaron con valentía y lucidez sobre la lentitud y reflexionaron sobre la velocidad como tiranía.
Ellos avanzaron y concluyeron que el humano contemporáneo tiene serias imposibilidades para reconocer que los enormes adelantos tecno-lógicos hacen mucho más veloz nuestra existencia, pero no necesariamente más rica. Ni mejoran nuestro mundo de afectos. Ni tampoco elevan los promedios posibles de creatividad.
Ellos escribieron sesudos tratados de reivindicación de la lentitud y estipularon que la fábula de la liebre y la tortuga ha perdido sentido en días como los que atravesamos, en los que las tortugas, cuando no corren, vuelan o se convierten en superhéroes ninjas.
En los escasos momentos en que logro distanciarme un poco de la sobreexigencia, me sumo a la idea madre (¿serían estas ideas que pueden llevar hasta nueve meses de gestación?) de reivindicar la lentitud, de empezar a vivir más despacio, de parar la mano.
No me parece mal intentarlo cuando lo que vemos que abunda son la máxima velocidad para llegar a ningún sitio, los ascensos fulminantes y su dolorosa contracara, las caídas estrepitosas.
–'Ta lento-, dijo alguien con voz de tono gauchesco y preocupación.
–Talento-, le respondió un sabio. -Talento es lo que falta. Y lo que sobra es prisa.
El autor es periodista y escritor